La farola fernandina es un objeto de mobiliario urbano usado en algunas localidades de España. Son de estilo fernandino, que es un estilo francés tardío en el contexto del neoclasicismo. El término “fernandino” es por Fernando VII, aunque en ciudades como Córdoba se observa en las iglesias el estilo fernandino en referencia a Fernando III1 y también las farolas fernandinas en referencia a Fernando VII.2
Las farolas fernandinas se instalaron por primera vez en Madrid, pero posteriormente se extendió su colocación por toda España incluso en el reinado de Isabel II, recibiendo también el nombre de isabelinas.3 Habitualmente en su base tienen la cifra del monarca (dos efes contrapuestas y un VII), además de una corona sobre dicho emblema. Bajo dicho escudo esta la fecha 1832, del nacimiento de la infanta Luisa Fernanda.
En ocasiones son usadas con otros tipo de soporte o sin soporte alguno, adheridas a la pared de la calle. El farol es acristalado en su mayoría y sin cristales los que utilizan luces led, con forma cilíndrica y con la parte superior en forma de cúpula con corona, y una corona más pequeña encima. Algunas veces también se llama fernandina a una farola con el soporte de una fernandina pero con farol en forma de esfera.
Dicen que Madrid nunca duerme y que, de noche, ofrece una de sus caras más dinámicas y atractivas. Es entonces cuando la iluminación realza la belleza de sus calles, plazas y monumentos más representativos, convirtiendo a la capital en una ciudad totalmente diferente.
Sin embargo, no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que la falta de una iluminación apropiada tan sólo permitía la vida diurna en la Villa y Corte… un pasado en el que la noche madrileña era sinónimo de inseguridad y delincuencia.
Y es que la iluminación pública de la capital ha recorrido un largo camino desde los albores del siglo XVII y hasta nuestros días, cuando Madrid puede presumir de uno de los alumbrados más hermosos y antiguos de Europa.
Los primeros pasos en el alumbrado público de Madrid comenzaron en el último tercio del siglo XVII… una iluminación que, aunque escasa, permitía la vida nocturna en alguna de sus calles y plazas más importantes.
Hasta entonces, una vez anochecía en la capital, los pocos transeúntes que pisaban la calle lo hacían armados y con sus propios medios de alumbrado: velones, antorchas, candiles o linternas sirvieron para alumbrar su camino.
Tan sólo en algunas fiestas señaladas se prendían parrillas con teas de pino que, una vez encendidas, permitían cierta iluminación en la oscuridad de la noche a los vecinos.
Otro de los escasos puntos de luz en las oscuras callejuelas de aquel Madrid del Siglo de Oro eran las velas que solían colocarse en las capillitas sobre los portales de las casas y en las vírgenes esquineras, hornacinas con figuras de santos y santas que protegían los edificios y que los propios vecinos se encargaban de encender.
Los primeros faroles de que pudo disfrutar la Villa fueron de uso privado. Instalados en las fachadas y esquinas de los palacios y casas señoriales del Madrid de los Austrias a finales del siglo XVII, proporcionaban luz a estas residencias protegiendo a sus residentes de posibles robos.
Los dueños de estos palacios corrían con el coste de la instalación y mantenimiento de los faroles de manera que, como podemos imaginar, las calles de los barrios más pobres quedaban en la más absoluta oscuridad durante toda la noche. Y es que la iluminación era una muestra más de las diferencias de clase en la sociedad de la época.
Madrid a media luz hasta la primera mitad del siglo XVIII cuando, bajo el reinado de los Borbones, se intentó ampliar el alumbrado nocturno en la Villa mediante la publicación de varios bandos municipales, hasta el punto de imponer al vecindario la instalación de faroles de aceite en sus casas y hacerles responsables del mantenimiento y encendido de los mismos.
En la segunda mitad de siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III, se comenzaron a tomar diferentes medidas para el adecentamiento de Madrid, como la limpieza o el empedrado de las calles, a la vez que se reglamentó el alumbrado de la ciudad desde 1761.
Además, por Real Orden de 1765, se ordenó la creación de un cuerpo municipal de faroleros responsables de la conservación, limpieza y encendido de los faroles que pasaron desde ese momento a ser públicos, eximiendo con ello a los vecinos de su responsabilidad anterior. Cada día, estos faroleros municipales bajaban, encendían y subían la lámpara de aceite a la hora fijada, armados con una escalera, una alcuza y una linterna.
Finalmente, en 1766 quedaba definitivamente instaurado el primer alumbrado público de la capital: se hacía la luz en Madrid… aunque con muchas limitaciones.
Se estableció que las farolas estuviesen colocadas en las calles a treinta pasos de distancia en plazuelas y calles anchas. En las calles más estrechas los puntos de luz se colocaron a una distancia un poco mayor, sesenta pasos.
En un primer momento, aquella primera iluminación de Madrid duraba sólo seis meses, desde octubre hasta mediados de abril, pero por Real Orden del Consejo del año 1774 se amplió la luz a los doce meses del año.
En general, y salvo días de festividad, la iluminación se prendía cada día a la hora de las oraciones (la tarde–noche) y se mantenía encendida hasta la media noche en los meses de verano, y hasta la madrugada los meses de invierno.
Con la llegada del siglo XIX el alumbrado público de Madrid proliferó notablemente, hasta el punto de que el Ayuntamiento de la capital comenzó a estudiar la mejor técnica y ubicación de los focos.
Se incrementaron el número de aparatos de luz en las calles y, desde los primeros años del nuevo siglo, se estableció una triple tipología de faroles, farolas y candelabros.
Los faroles consistían en una caja de hierro y vidrio que se colgaba de las fachadas de los edificios por medio de pernios.
Las farolas, de mayor tamaño que los faroles, se colocaban sobre pies metálicos de varios metros de altura a lo largo de las calles.
Por último los candelabros, que también se instalaban sobre pies metálicos pero a diferencia de las farolas disponían de varios brazos y luces, siendo su ubicación más idónea las plazas y confluencias de las calles.
En el año 1815 el número de faroles y farolas distribuidas por Madrid era superior a 4.500, mientras que en 1835 se elevaba a 5.770, todos ellos iluminados a base de bujías de parafina y petróleo.
Pero sin duda, el verdadero adelanto en el ámbito de la iluminación pública en la capital se produjo con la llegada de las lámparas de gas, un avance que transformó de manera drástica la vida de los madrileños, acostumbrados hasta entonces a una ciudad sumida en la penumbra, encendida de día y apagada de noche.
El 2 de marzo de 1832 Madrid vivió su primera prueba pública con el gas como fuente de iluminación. Las calles y plazas más emblemáticas de la capital se vistieron con la luz de más de 100 faroles para celebrar el nacimiento de la Infanta María Luisa Fernanda, hija de Fernando VII. Para conmemorar el feliz “alumbramiento” se iluminaron el exterior del Palacio Real, la Puerta del Sol y las calles de Alcalá, Montera, Carretas, Mayor y Carrera de San Jerónimo.
En 1847 la iluminación por gas se había generalizado por todo Madrid gracias a una fábrica ubicada entre el Paseo de los Olmos y el de las Acacias, que en 1875 aumentaría el suministro con un gasómetro nuevo que daría nombre a la actual Calle del Gasómetro.
La irrupción de la iluminación por gas provocó una enorme diferencia cuando la noche, desconocida para muchas y muchos madrileños, comenzó a ganar horas y protagonismo.
El alumbrado por gas redujo la sensación de inseguridad nocturna reinante hasta ese momento en la capital, ya que dejaba a los malhechores sin su mejor arma: el anonimato. Y es que la oscuridad había sido tradicionalmente y durante siglos la mejor aliada de ladrones y criminales que podían actuar con mayor libertad ante quien, literalmente, no podía verles.
El gas benefició a la industria, al comercio y al ocio. Terminada la jornada laboral, era el momento de disfrutar. La nueva iluminación por gas permitía a la gente disfrutar de la diversión que ofrecía Madrid al salir del trabajo, pasear o asistir al teatro con mayor tranquilidad, convirtiendo las calles en un reclamo para los ciudadanos dispuestos a disfrutar de un mundo nocturno desconocido hasta la fecha.
Los comercios comenzaron a contar en sus escaparates con alumbrado por gas, una estrategia de marketing pensada para atraer un mayor número de clientes, seducidos por una iluminación impensable pocos años atrás: como los mosquitos, los madrileños se dirigían sin pensarlo hacia la luz.
La aristocracia y alta burguesía se reunían en sus palacios para discutir sobre arte o literatura; la clase media comenzó a frecuentar cafés y ateneos, mientras que óperas y teatros se convirtieron en el refugio de diversión para una clase popular que alargaba su jornada de sol a sol.
También los hoteleros se apuntaron a la moda del gas para recibir la visita de viajeros procedentes de países con un sistema de iluminación más avanzado.
El nuevo sistema de iluminación por gas se extendió no sólo a los teatros, los cafés, las fábricas y escaparates… también a los domicilios.
La irrupción del gas comenzó a cambiar la vida doméstica de los madrileños. En la mayor parte de las casas las velas y quinqués siguieron alumbrando todas las estancias a excepción de la cocina, donde el gas comenzó a instalarse progresivamente… y es que en aquella época los gases desprendían humos nada agradables, por lo que en los hogares el gas no se consolidó como sistema de iluminación global.
Esta nueva fuente de iluminación transformó no sólo Madrid sino al país entero. Sin embargo, la verdadera revolución para el sistema de alumbrado público se produciría con la llegada de la electricidad.
El gas alumbraba más que el aceite o el petróleo, pero mucho menos que la electricidad. La luz eléctrica se presentaba como sucesora del gas y comenzaron a desarrollarse numerosas pruebas para alimentar los faroles que iluminaban la capital.
El 18 de febrero de 1852 la plaza de la Armería del Palacio Real se convertiría en testigo de una nueva era: la de la luz eléctrica. Allí se encendieron los primeros faroles eléctricos, sustituyendo a los de gas, para celebrar la primera salida a la iglesia de Atocha de la Reina Isabel II tras el nacimiento de su hija, la Infanta Isabel.
Cientos de ciudadanos contemplaron asombrados cómo un aparato colocado sobre el tejado de la Armería desprendía una luz clara y hermosa, muy superior a la del gas.
Pocos meses después esta iluminación se extendía a la fachada del Congreso de los Diputados y a la Calle Barquillo.
En los años 1864, 1865 y 1869 se realizaron diversos ensayos de iluminación en el Hotel París de la Puerta del Sol, el interior del Circo Price del Paseo de Recoletos y una vaquería en la Montaña del Príncipe Pío.
En enero de 1875, con motivo de la celebración de la entrada en Madrid del Rey Alfonso XII, tras la Restauración de la Monarquía, se instalaron dos nuevos puntos de luz eléctrica en la torrecilla del Ministerio de la Gobernación y en la Calle de Alcalá, junto a la Calle Virgen de los Peligros, donde se apostó un gran arco voltaico para el socorro de los heridos en las campañas carlistas.
Tres años después, la boda del joven monarca con su prima María de las Mercedes se convertía en la ocasión perfecta para instalar en la Puerta del Sol dos grandes candelabros con tres globos de vidrio opalino, alimentados por generadores eléctricos movidos por una máquina de vapor ubicada en los sótanos del Ministerio de la Gobernación.
En 1879 la luz eléctrica ya era un hecho en las farolas y candelabros de la capital, hasta el punto de que en julio de ese mismo año se hizo posible la celebración de la primera corrida de toros nocturna en Madrid.
Las lámparas de arco fotovoltaico empleadas hasta el momento no se caracterizaban precisamente por su seguridad y sólo se permitía su colocación en espacios amplios, por el gran brillo y calor que emanaban.
Con los años el sistema de luz eléctrica mejoró al añadirse pantallas oscuras para aplacar la luminosidad. No obstante, el cambio definitivo llegó con las lámparas de incandescencia que Thomas Edison expandió por todo el mundo. Este nuevo prodigio permitía dividir la brillantez de los anteriores reflectores en multitud de lamparitas mucho más pequeñas y más seguras, ya que se basaban en la colocación de bombillas protegidas por un cristal.
El 16 de diciembre de 1881 se realizaba un ensayo de alumbrado eléctrico según el nuevo sistema de Edison que alumbraría la Calle de Alcalá, desde el Café Suizo a la Puerta de Alcalá. El éxito de esta demostración permitió que, el 27 de septiembre de ese mismo año, se pudiera anunciar la luz eléctrica en la mayor parte de las calles de Madrid a bombo y platillo.
En 1888 se prohibía definitivamente el alumbrado por gas y velas no protegidas por farolas en los teatros de la ciudad y, hacia 1892, Madrid ya podía considerarse una metrópoli a la altura de las principales capitales europeas en cuestión de alumbrado público.
Finalizaba así un largo proceso de casi tres siglos de evolución, en el que las verdaderas protagonistas habían sido las farolas, algunas de las cuales aún podemos contemplar en las calles de la capital.
De entre todas estas históricas iluminaciones destacan las realizadas en 1832 por la Compañía Jareño, creadores de una serie de farolas y candelabros de tres brazos que se instalaron en el exterior del Palacio Real, en el Paseo del Prado, en la Carrera de San Jerónimo y en las calles Montera, Carretas, Mayor y Alcalá.
La fecha, grabada en la base de estas farolas esconde el homenaje del rey Fernando VII a la Infanta María Luisa Fernanda de Borbón, su segunda hija, con motivo de su nacimiento el 30 de enero de 1832. Por ello estas farolas reciben el sobrenombre de “fernandinas” y suelen seguir un mismo patrón: junto a la fecha de nacimiento de la Infanta María Luisa aparece grabado el anagrama de Fernando VII, compuesto por dos “F” y un “VII” dentro de un escudo, rematado por dos coronas.
En estas farolas y candelabros fue donde primero funcionó la iluminación por gas y posteriormente se realizaron los ensayos con luz eléctrica.
Aunque la mayoría de las que pueblan hoy nuestras calles son réplicas de aquellas farolas decimonónicas, aún hoy se conservan algunas de las originales en la Calle Bailén, la Plaza de Oriente o el Paseo del Prado.
Como veis, tradición, misterio e historia se funden en las farolas y luminarias de la capital desde hace casi tres siglos. Desde entonces y hasta hoy, las luces de Madrid han evolucionado y se han adaptado a los nuevos tiempos, pero todavía muchos rincones conservan intacto el esplendor y el encanto de una época en la que la temida oscuridad reinaba en las calles de la capital.